Mi lugar en el mito
Se sentaba cruzada de piernas y leía una pila de papeles llenos de números que al final firmaría. Me acerqué en silencio, pero igual me clavó esos ojos capaces de separar un árbol de otro en un bosque. Me agoté contando una idea que tenía, con la que sentía el calor del sol en el rostro. Pero ella se paró, se me acercó y casi en un beso me dijo que nunca iba a ser Ícaro. Me acarició una mejilla y me dijo que tampoco sería el minotauro. Me negó la posibilidad de tener la espada de Teseo en las manos. Tampoco sería mía la ira del rey Minos o la tristeza de Egeo. Mi lugar estaba con Dédalo, constructor de laberintos, como el de este poema.