En la penumbra Irene acechaba mis sueños, pero no logré despertarme para evitar su asedio. Yo vagaba por largos pasillos llenos de bifurcaciones, pero el entorno no me parecía inhóspito o desconocido. Mi cuerpo era tosco, incómodo, pesado, aunque lo peor era la cabeza, aún más tosca, más pesada. Jugaba a respirar despacio mientras caminaba, porque no había mucho para hacer. Pensaba en las cosas esenciales: comer y buscar un lugar para dormir. No había otras preocupaciones, ni libros por leer ni gente por llamar. No existían serpientes que se comen su propia cola, ni arquetipos imposibles, ni los vagos talismanes que a veces son los recuerdos. No estaba fascinado por los antiguos imperios, ni por los besos robados, ni por las sumas y restas que no coinciden. Era y nada más. Entonces la vi, estaba parada con la espada en mano y una sonrisa en el rosto. En un impulso casi bestial corrí a abrazarla lleno de felicidad. Mi sangre brotó despacio, mientras la imposibilidad de hablar me ahogaba
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